“LA POESÍA NECESITA UNA SINGULARIDAD QUE NO SEA IMPOSTADA”

Entrevista de Franco Gerarduzzi a Carina Sedevich.

Es un octubre húmedo y el cielo, más tarde, gritará de a ratitos para que apresuremos el regreso a casa. Son casi las seis de la tarde y el Teatrino del subnivel, en el que Kevin Johansen días antes había hecho bailar y cantar a una multitud, ahora está callado, como dejándose acariciar por un viento entredormido. El Parque de la Vida está tranquilo también, acompañado apenas por palabras que se pierden entre mates ya fríos. En barrio centro, un jugo de naranja me espera para alivianarme. Carina Sedevich me invita a pasar y su departamento ensombrecido me enseña aquello que hay más allá, en la soledad de lo íntimo.

Desde 2009 —y con tres mudanzas encima— Mimí, su gata, la escolta. Ahora deambula por la mesa donde charlamos. Por momentos se detiene y nos mira, nos custodia. Carina es espontánea, verborrágica, simple, cotidiana, discreta. Transcurre como el “agua de un río” que nos lleva, calmo, por los detalles de un álbum fotográfico que creíamos conocer. Casi veinte mudanzas y traslados a lo largo de los años la han hecho pertenecer a ninguna parte, como los versos de un poema que todavía no se leyó.

“El pasado es la tierra más lejana// Es, también/ como el frío del invierno:// en verano se olvida.// Pero el invierno vuelve”, dice la poeta en «Escribió Dickinson». El invierno vuelve, sí, y no está mal. Es bueno recordar quiénes fuimos para ver —aunque a veces cueste— quiénes somos y cómo estamos hoy. Para identificar, en fin, cuáles son esos versos que, como Carina lo dice, día tras día nos sostienen.

 

NO SER NI DE AQUÍ NI DE ALLA

Nací en Santa Fe y a los veinte días nos fuimos a Mendoza capital porque mi papá buscaba trabajo, estaba recién recibido y ahí estaba su familia. Vivimos en distintos lugares. Primer grado, por ejemplo, lo hice en tres provincias diferentes. Empecé en Mendoza, seguí en Río Negro y lo terminé en Santa Fe donde estuvimos dos o tres años. Después, finalmente, nos trasladamos a Villa María.

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Viví en la fábrica militar. Vine en el 82, en el marco del advenimiento de la democracia y la gente que estaba en la fábrica no me gustaba. Cuando llegamos, mis viejos se preguntaron qué harían con nosotros. Me mandaron a las Rosarinas, una escuela que detesté. No me gustaron mis compañeros ni el ambiente del colegio. Estimo que había un clima autoritario. Recuerdo que todo era feo, oscuro: me sentía oprimida. Después me cambiaron al José Ingenieros —donde habían mandado a mis hermanos— y ahí me sentí un poco más cómoda. Hice sexto y séptimo grado, y después fui al Rivadavia, del que no recuerdo prácticamente nada.

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Creo que la hubiera pasado mal donde estuviera porque no fue un buen período de mi vida. No sentí que encajara bien.No hay nada que evoque con alegría de esa etapa, tampoco con respecto a mi familia o mis amigas.

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Desde jardín sentí que había cosas en las que no amalgamaba con el resto. Nunca me sentí parte de los colectivos que integré de hecho, como puede ser el de los poetas o el de los no docentes de la universidad o el de las madres que llevaban a sus hijos al Trinitarios. Siempre tuve la sensación de no ser ni de aquí ni de allá y eso, tal vez, tiene que ver con todos mis traslados personales.

 

LA ADOLESCENCIA, UNA MARCA INDELEBLE

En el secundario no quería distinguirme del resto e hice grandes esfuerzos para asimilarme. No estudiaba, me hacía la rata y hablaba de modo grosero. No quería que me tacharan de “traga” o de “nerd”. En la primaria ya había sufrido burlas porque usaba anteojos, aparatos y era mucho más alta que todos. Sin embargo, no me salió. La pasé como pude.

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Soy vegetariana desde el año 93, después de una época de desórdenes alimentarios. Fui anoréxica desde los doce o trece cuando nadie hablaba de ese tema. Hasta los dieciséis años fue bravo porque, incluso, tenía trastornos físicos.Tiempo después, pasada la adolescencia, recién empecé a ver notas en los medios acerca del tema.

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Si uno se aparta un poquito del resto en su forma de ser, parece que molesta. Era muy distinta a los otros en mi manera de comportarme y de hablar, inclusive. Además estaba completamente desprevenida porque jamás me imaginaba que me iban a joder. Era un cachetazo. Me preguntaba: ¿por qué se meten conmigo si no me meto con nadie? Hay que entender que es un problema de ellos, no un problema de uno. Pero cuesta mucho superarlo. Todavía hoy, cuando veo chicos de primaria que vienen caminando, me cruzo de vereda.

 

SER MAMÁ

En el momento en el que me involucré con el padre de Fran, ambos éramos unas criaturas. Tenía dieciocho años y él veinte. Estaba muy mal, me daba lo mismo cualquier cosa. Pero cuando vas a tener un hijo, las cosas cambian. Al padre de Francisco, en mi casa, no lo querían ni ver y mi mamá me decía: “Si te querés ir con él, andate, pero al nene lo dejás”. No iba a dejar a mi hijo. En ese momento empecé a funcionar como madre.

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Era una niña y de pronto tenía un bebé. Dejé de ser yo. Fue muy duro. A mi hijo lo fui queriendo día a día. Cuando él nació, a mí me daba lo mismo estar viva o muerta. Él vino a que me aferrara a la vida. Me despertó. No me acuerdo de mi hijo bebé. Evoco fotos que he visto después porque no consigo recordar escenas. Eso es durísimo para mí, pero evidentemente lo he borrado porque no ha sido algo fácil.

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Es difícil a los veintidós años tener definido algo identitariamente. ¿Quién era yo? Hoy puedo decir que soy un espíritu. No me define lo que tengo ni lo que hago. Pero no es eso lo que se considera en la sociedad occidental: aquí una persona es alguien cuando tiene cosas, una profesión, un trabajo, un oficio. La familia también te define. ¿Qué era yo? ¿Madre? ¿De niña pasé a ser madre? ¿Qué iba a hacer con eso? Tuve que ser todo de golpe: estudiar, trabajar y ser madre.

 

SANAR HERIDAS

Hace casi dos años nació Isabella, mi sobrinita menor. Por las mañanas la cuido. Ejerzo mi rol de tía y de madrina y eso me hace muy bien. Estuve en pareja durante mucho tiempo, perdí dos embarazos y quedé muy sensibilizada. Con mi sobrina estoy sanando grandes heridas. De hecho, uno de mis últimos libros —que se llama «Un cardo ruso»—, habla mucho de ella. Cuidarla es una rutina que a me sacó de la depresión.

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Mi sobrina me salvó. Cuidar a una criatura tiene un sentido irrefutable, cabal. Es una vida y vos estás siendo responsable de ella. Le estás enseñando a comer, a hablar, a ir al baño, la haces reír: le enseñás a dar y a recibir amor. Siento que esto tiene un sentido que no lo tiene nada más, quizás, en la vida. Dicen que uno sólo tiene lo que es capaz de dar. Creo que Isabella me sanó por sentía, y siento, una gran necesidad de dar.

 

FRANCISCO, MÁS QUE UN HIJO

Conseguí sentir que él confía en mí. Siempre ha podido hablar conmigo de lo que sea. Él sabe que en mí tiene una aliada.

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Se lleva bien con todo el mundo. No tiene fronteras en ese sentido. Además tiene claro lo que quiere. A él, por ejemplo, no le interesa demasiado recibirse. Lo que quiere es vivir tranquilo y feliz. Una vez le pregunté si su trabajo realmente le gustaba. Ha sido bartender en distintos países, así que habitualmente trabaja muchas horas y tiene que poner el cuerpo. Él me respondió: «Si hago un trabajo mental, quiero elegirlo. El trabajo físico a mí me cansa, me embola, pero en algún momento termina. La cabeza, en cambio, anda todo el tiempo».

 

LOS VAIVENES CON LA LECTURA

Mi historia con la poesía empezó cuando mi vieja me cantaba y me recitaba. Ella también escribía poesía.

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Mi mamá tenía algunas inquietudes literarias, pero ni ella ni mi papá tenían formación en ese aspecto. Mi viejo es ingeniero químico y mi vieja terminó la secundaria y después tuvo que trabajar. Estudió de grande. Sin embargo había libros y discos en casa. Estaban todos los autores del boom latinoamericano: García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa.

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Recuerdo los cuentos de María Elena Walsh y los clásicos que leíamos las niñas por esa época, como «Mujercitas», de Luisa May Alcott, o «Corazón», de Edmundo de Amicis. Mi vieja nos hacía escuchar los discos de Walsh y nos leía otras cosas además, como «Platero y Yo». Como lo leía con cierta cadencia y lo fraseaba, de chica creía que “Platero y yo” era un libro de poemas. De ese modo, calculo, fui educando el oído. La radio, por otro lado, también tuvo un papel importante. Recuerdo, por ejemplo, haber prestado muchísima atención a las letras de los boleros y los tangos que escuchaba.

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Según mi mamá, al año y medio ya hablaba perfecto. Cuando empecé a leer —alrededor de los cinco o seis años— descubrí el mundo de los signos. Recuerdo la sensación de que el universo había cambiado completamente. Salía a la calle y sentía que el mundo me hablaba por todos lados. Era una locura. En ese momento fue una vorágine, leía lo que me caía en las manos.

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Recuerdo haber escrito los primeros poemas a los nueve o diez años. En ese momento, a las nenas nos estimulaban a escribir un diario íntimo y a mí me parecía un embole. Entonces escribía poesía.

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Mi primer trabajo fue como secretaria en un estudio contable de un contador de la fábrica que era amigo de mi viejo. No me gustó, pero entiendo que fui una privilegiada.

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Mi jornada tenía muchísimas horas porque trabajaba, estudiaba y me ocupaba de mi hijo. No volvía a mi casa en todo el día.

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En ese momento empezó otra etapa de lectura. A la siesta salía del trabajo, iba a buscar a mi hijo y lo llevaba a la escuela. En esas horas, hasta que entraba a trabajar nuevamente, me iba a la biblioteca Rivadavia. Tenía muy buenas colecciones de poesía: hindú, árabe, china, holandesa, lo que buscara. Cada vez que no podía regresar a mi casa, me iba a la biblioteca. Recorría por largos ratos los anaqueles. Leía de todo, pero mi interés estaba puesto en la poesía.

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La lectura ya no es parte de mis rutinas desde hace mucho tiempo. Me aburrí de leer. Siento que he vivido muchas vidas.

 

VIVIR EL HOY

Tuve épocas en mi vida en que estaba haciendo una cosa y mientras tanto pensaba en todas las otras cosas que tenía que hacer. Eso no funciona. Si decidí hacer algo —escribir, corregir un libro, ir a cuidar a la nena— es porque quise. Concentrarse en lo que uno está haciendo es más difícil de lo que se cree, pero se consigue con la práctica.

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¿Cómo puede ser que la gente viva corriendo para todos lados? Yo no lo hago. No me amontono actividades. Quiero estar tranquila, respirar. Es un estado de conciencia que hay que adquirir: hacerse cargo de que lo que uno está haciendo, lo está haciendo porque quiere, porque lo eligió de alguna manera, y poner en ello los cinco sentidos.

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La gente se queja, por ejemplo, de que está sola. Hay un poema de un premio nobel —Derek Walcott— que dice: «Uno no elige estas cosas» y relata cómo vive solo a orillas del mar, sin mujer, sin hijos, sin nada. Estoy convencida, sin embargo, de que uno, consciente o inconscientemente, sí elige esas cosas.

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Son todas elecciones. Si uno lo ve de esa forma, es más fácil asumir el momento presente. Estoy acá porque quiero. Tiene sus pros y sus contras, pero si esto es lo que decidí hacer, pongo todo lo que tenga que poner. Si quiero cambiar, lo hago. Es duro cambiar, no es cómodo. Se pierden cosas, se transforman. Por eso si uno no cambia es porque en el fondo no se decide a hacerlo. Es difícil dejar de autoengañarse en ese sentido.

 

EL YOGA Y EL ESPÍRITU

Hago yoga todas las tardes y así he mejorado muchísimo mi templanza. El yoga te ve como una unidad integrada. Estamos acostumbrados a distinguir entre lo material y lo inmaterial y pensar que somos cuerpo y mente. En realidad, según el hinduismo somos cuerpo, mente y espíritu. Y lo que hace de nosotros un ser es el espíritu. La mente, habitualmente, nos complica la vida.

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En mi experiencia con el yoga, me di cuenta de que mi cuerpo siempre fue un problema. Era enorme, parecía la maestra de mis compañeros en el colegio. Además siempre lo vi imperfecto. Era muy difícil que llegara a quererme. Además era malísima para los deportes, no tenía flexibilidad, velocidad, nada. Con el yoga aprendí a ver mi cuerpo con sus limitaciones, pero entendiendo que eso, al mismo tiempo, no me limita. Comprendí que mi mente, que consideraba mi gran aliada, en realidad no lo era tanto, y que mi cuerpo, que pensaba como un gran enemigo, tampoco lo era.

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Uno de los principios zen dice: “verbosidad e intelección: mientras más los frecuentamos, más nos perdemos”. La mente siempre te coloca frente a dicotomías: lo que está bien, lo que está mal, las opciones que tenés, lo que deberías o no hacer, pasado, futuro.

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La mente siempre está intentando ir hacia atrás o hacia delante. Es ahí cuando el ser humano se siente mal. La ansiedad, por ejemplo, aparece cuando la cabeza va hacia delante. Sufro esa ansiedad anticipatoria, pero he aprendido a controlarla. En cambio cuando mi mente va hacia atrás es más difícil: no me doy cuenta en qué momento ni cómo sucede. Suelo sentir una melancolía permanente.

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La vida es una sucesión de duelos, de etapas de uno mismo, de dejar atrás al que uno fue para ser otro. Y esa sensación es muy vertiginosa porque todo el tiempo estás siendo otro.

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Miro las fotos mías de hace dos años y me acuerdo de quién era. No es necesario ir demasiado hacia atrás. De todas formas, si recuerdo la adolescencia o la niñez, me doy cuenta de que no he sido sólo de una manera: he ido atravesando muchas transformaciones en el marco de cada etapa. No sé si la gente es consciente de cómo va cambiando. A lo mejor no todo el mundo se piensa a sí mismo o tiene capacidad de autoanálisis, como dicen los psicólogos. Pero tenerla no sé si es una suerte: a veces es un garrón.

 

LA POESÍA, ¿SUBVERSIÓN?

Lo subversivo es que estás haciendo algo que no vale nada, y eso no es menor en un sistema como este. En realidad —tampoco nos engañemos—, tiene un valor que representa un capital simbólico, y que de cierto modo se vincula con el reconocimiento. En ese sentido hay que tener cuidado también, porque si nos aferramos a eso y tratamos de hacer sólo cosas que otros reconozcan, tenemos grandes posibilidades de sentir que fracasamos.

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En este momento de mi vida a veces veo a la palabra, incluso a la poesía, como una mediación bastante tirana.

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Si bien podemos ver al lenguaje como elemento de sujeción y de mediación, la literatura es un arte. Y en el marco de lo literario creo que la poesía es lo que más se aleja del uso establecido del lenguaje. Pero, como todo arte, la poesía tiene que reinventarse todo el tiempo.

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¿Qué pasaría si un día me doy cuenta que ya no tengo más nada para decir, o que es ocioso decir algo? Cabe la posibilidad. A lo mejor un día lo subversivo es que me calle. ¿Qué es subversivo? En este momento no pienso en esas categorías. Siempre me manejé muy mentalmente. Inclusive traté de entender la poesía, aunque no suelo escribir desde el pensamiento puro. Recuerdo, sobre todo, haber escrito en estado de dolor, en carne viva.

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Creo, y esta es una opinión muy personal, que si nos expresamos artísticamente de manera singular estamos mucho más cerca de conseguir algo universal, paradójicamente. Algo que tenga valor durante más tiempo y para una mayor cantidad de personas. Por eso no reniego de la soledad, ni del sentir que no encajo en ningún lado. La poesía necesita una singularidad que no sea impostada, ficticia, seriada. Ahora parece que está de moda ser poeta. ¿Qué hay en eso de subversivo?

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Hugo Mujica dice: “El atardecer, como el alba, sólo necesita una estrella”. Es cierto. Hace unos segundos estuve con una que, además, les comparte tres poemas:

En una película oriental
los muertos eligen un recuerdo
para vivir en él como un insecto
inmóvil en un ápice de ámbar.

Buscan momentos sin exaltaciones
en los que no pudieron vislumbrar
resabios de pasado o porvenir.

Al fin,
prefieren recordarse solos.

[Del libro Un cardo ruso – Ediciones del Movimiento, Maracaibo, Venezuela, 2016 / Alción Editora, Córdoba, Argentina, 2016]

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Unas láminas de sarro se desprenden
y golpean las paredes de mi jarra.

Pienso en brillantes filamentos de mica
ocultos en la arena de los ríos.

Pienso en las mangas mojadas
que los poetas chinos
prefieren nombrar para no hablar
de sus lágrimas.

[Del libro Gibraltar – Dínamo Poético Editorial, Córdoba, Argentina, 2015]

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Víspera de Navidad, junto al río

No te merecí. Pero recuerdo tus brazos
como el viejo que evoca un paraje querido
en el que anduvo durante muchos años,
mudo, como transita uno las certezas.

No te merecí. Pero recuerdo tus brazos
tan pálidos, tus dulces vellos oscuros.

[Del libro Cuadernos de Lolog – Pasto Ediciones, Córdoba, Argentina, 2016]

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Publicaciones

– La violencia de los nombres (Ediciones Fe de Ratas, Santa Fe, 1998).
– Nosotros No (Lítote Ediciones, Santa Fe, 2000).
– Cosas dentro de otra cosa (Lítote Ediciones, Santa Fe, 2000).
– Como segando un cariño oscuro (Llanto de Mudo Ediciones, Córdoba, 2012, con reedición en España).
– Incombustible (Alción Editora, Córdoba, 2013, con reedición en España).
– Escribió Dickinson (Alción Editora, Córdoba, 2014).
– Klimt (Suburbia Ediciones, Gijón, España y Club Hem Editores, La Plata, Argentina, ambos en 2015).
– Gibraltar (Dínamo Poético Editorial, Córdoba, 2015).

Inéditos

– Un cardo ruso (Ediciones del Movimiento, Maracaibo, Venezuela y Alción Editora, Córdoba, Argentina).
– Cuadernos de Lolog (Pasto Ediciones, Córdoba, Argentina).

 

Franco Gerarduzzi.

* Esta y demás entrevistas se pueden leer también en la Fanpage de Facebook de su autor: Franco Gerarduzzi.