VOZ EN LA CIUDAD #9: EL GATO NEGRO

Un gato negro llega a la familia. ¿Es buena o mala suerte? Por Hernán Cuello.

El gato negro

 

Al tiempo de nacer mi hermano, mamá decidió traer un gato negro a casa. Recuerdo el día que llegó dentro de una caja mojada por la lluvia con un pequeño trapito anaranjado parecido a la gamuza que usa para que los muebles queden brillantes por que a ella le gusta que todo brille, dice que ser limpio es ser bueno.

Los primeros días tomaba leche en una compotera y comía muy poco, no se dejaba tocar por nadie como si estuviera temeroso de que alguien lo golpee. Era muy flaco y pequeño, maullaba finito como una alarma que se escucha a lo lejos, se le notaban los huesos de las costillas y, su columna, parecía el xilofón que toca la seño Alicia en la clase de los jueves.

Mi hermano aprendió a caminar al mismo tiempo que el gato se repuso, a medida de que caminaba buscaba nuevas formas de juego, el gato crecía y se apegaba a mamá.

El gato comenzó a tener un tamaño “no normal”, parecido a un perro mediano, al principio pensé que era cruza con algún leopardo pero no, era gato de la calle, su color se volvía negro azabache como la noche sin luna de invierno donde no ves más allá de tus manos.

El felino dormía largas siestas y hacia que mamá las tomara también, a veces yo tenía que cuidar a mi hermano, cambiarle el pañal o intentar hacerle una mamadera para que deje de llorar de hambre.

El gato se ocupaba toda la cama, tanto que papá dormía una noche conmigo y otra con mi hermano. Yo escuchaba llorar a mamá, se ve que el gato le aplastaba las piernas. Por las mañanas, cuando papá se iba a trabajar, mamá recién podía dormir. Solo salía de casa para llevarme a la escuela y dejar mi hermano en la guardería. Volvía a casa a llorar.

Iba a una doctora que le contaba que su único sueño era caminar por un campo grande lleno de flores amarillas. La doctora le daba unos tubitos de plástico llenos de pastillas de muchos colores, mi mamá las ponía arriba del botiquín para que mi hermano las alcance y confunda con caramelos. Esas pastillas hacían que el gato se ponga más grande y, muchas veces, agresivo con ella, la obligaba a cortarse el pelo o pelear mucho con mi papá cuando nosotros nos íbamos a dormir.

Antes de que el gato negro llegara a casa se escuchaba música de Gary y todas las mañanas mamá ponía el centro musical mientras baldeaba los pisos o se encargaba del jardín lleno de plantas. La música hacia que mamá bailara sola con el palo de piso, si cierro los ojos puedo verla en patas con el vestido rojo de flores negras cantar a viva voz “¿Dónde estás Dalila?” y juraría que veo a un ángel cantar. Sé que desafina pero mis oídos sonríen al escucharla. Yo juego en el patio hasta que me llama a comer y me prepara el guardapolvo blanquísimo para ir al colegio.

La mormona marrón me lleva hasta el colegio tarareando la misma canción de Gary, el viaje se hace hermoso, tanto que parecemos flotar entre nubes. Me mira y sonríe, le contesto espejo y en ese instante juraría que puedo perderme en el iris de sus ojos verdes tornasolados aceituna. Irradia paz.

Pero desde que llegó ese gato de mierda todo en casa ha cambiado, se volvió gris humo denso niebla que no deja ver los ojos verdosos, hasta ellos se volvieron grises por la quebradura.

Es lunes y mamá ha llorado todo el fin de semana, el gato durmió sobre ella casi todas las horas, solo lo vi levantarse y acompañarla hasta el baño, acurrucó su gigante cuerpo sobre la puerta esperando a que mamá salga de mirarse en el espejo.

Preparo a mi hermano mientras me pongo el guardapolvo que lejos quedó de ser blanco, desayuno té con pan porque es el único desayuno que se hacer.

Mamá se levanta, se pone un buzo viejo sobre el pijama y nos dice que subamos a la bicicleta para ir al colegio y guardería. El gato nos sigue al lado como un policía traicionero que escolta a quien va a fusilar por la espalda dos cuadras después.

Ella pedalea llorando, en su cabeza se ponen de acuerdo la decisión y la resignación, se baja de la bicicleta, mi hermano se queda tieso al lado de la ruta, yo no puedo hacer nada más que observarla. Mira los camiones pasar a gran velocidad, algunos le tocan bocina pero nadie frena a ayudarla, a ayudarnos.

El gato negro se relame como si estuviera a punto de comer un gran tazón de pescado, empuja con su cabeza las piernas de mamá, quiere que tome una decisión frente a nosotros.

Mi hermano, con sus pequeños dos años, a media lengua esboza una pregunta letal – ¿Qué estas por hacer mamá? – Ella da media vuelta, lo abraza y responde un seco pero aliviador – Nada –

Volvemos los tres a casa caminando con la bicicleta al lado llorando esta vez por lo que no pasó, con la rara sensación de que puede pasar en cualquier momento.

El gato, a cada paso, va menguando su cuerpo y pelaje, ya no parece tan negro, ya no parece tan malo.

Mamá entra al baño de casa, tira todas las pastillas al inodoro y las ve irse en círculos como se va la mierda que no se quiere ver nunca más.

Pone un cassette de Gary y cuando papá entra a casa ella le da play. Se abrazan. La guerra de un soldado, por ahora, terminó.

Por Hernán «Ninio» Cuello.