VOZ EN LA CIUDAD #14

Como Amanda a Víctor, nuevo cuento de Hernán Cuello.

Como Amanda a Víctor

 

Soy una persona que olvida todo, desde las cosas importantes como llaves, horarios de entrevista o cambiarme la camisa de ayer hasta las más irrelevantes como porciones gigantes de mi niñez, mujeres con las que estuve o el discurso de graduación.

El problema es que los recuerdos se van perdiendo como arena en canasto de mimbre quedando en la vereda, debajo del cubo de la basura o detrás del álbum en blanco ¡Mis llaves! ¿Dónde dejé mis llaves?

Creo que mi cabeza, así como mi vida, tiene un curioso mudus operandi. Si todas las cosas se me olvidan… ¿Por qué no puedo olvidar Febrero? Se debería ir como las cucarachas cuando prendo la luz de la cocina, como el suspiro penúltimo de Manuel o esfumarse junto al recuerdo de cómo nos conocimos. Pero no. Persiste, persiste, vuelve en sueños o pensamientos cuando dejo que ellos dominen, vuelve con el desayuno en soledad o entre los vasos que se quiebran cortando profundo la mano izquierda. Vuelven inesperados mientras, paciente, quiero que llegue el subte, se esconde detrás de una lágrima que disimula basura tocando el ojo.

Recuerdo ese día de Febrero, sábado ocho de mil novecientos ochenta y seis, desperté y no estabas abrazándome como siempre lo hacías, no le presté atención al detalle, no en ese momento. La radio anunciaba unos calurosos veintisiete grados a las nueve y cuarenta y seis seguido de un anuncio de la nueva gaseosa Mirinda diet. Buen día dije y apoyé mi pecho en la espalda de mármol. Buen día dijiste y tu voz, dos tonos más bajo anunciaba accidente de aviones aunque en la radio, por tercera vez, repitiera el anuncio de jingle pegajoso. Recuerdo que buscaste tu corpiño negro debajo de la cama, intenté abrazarte y hacer el amor. Tu no se oyó como una cachetada en la oscuridad seguida de esos nudos que solo se hacen en el pecho.

¿Mates? Ofrecí mi tregua en forma de infusión barata. Sí, dijiste sin pensar que ese sería el único en todo el día. Semana. Año. Vida.

El dulce del mate tiene que ver con quien lo ceba. No había azúcar que cubriera lo amargo ni agua hirviendo que rompiese la pena.

Alcancé a esbozar un basta y la bandera blanca se izaría como siempre después de una guerra, siempre de este lado, siempre sin decir del todo lo que se derrumba.

Tu rostro, que en algún jueves me enamoró debajo del pálido farol en una plaza escondida ahora ponía tristes hoyuelos al costado de tu mueca parecida a una sonrisa.

Una ola de seis metros avecinaba, el naufragio era inevitable. Tomaste tres mates y medio, dos con la izquierda poniendo los labios que pedían sentir, al menos, la tibieza de una bombilla. Una única tostada con manteca presagiaba la lejanía de posteriores desayunos coloridos.

Claramente se viene a mí y, si cierro los ojos, me parece escucharte “no va más” dijiste y fue la primera vez, en muchos meses que me miraste a los ojos. Estaban hinchados y, en el derecho tres hilos rojos decían que tu noche había tenido mucho más que siete horas.

La cama destendida, los platos de ayer se juntaban con las tazas de hoy. Nuestra casa dejaba de ser un hogar. Lavé todo y, en el reflejo de la cuchara, te encontraba perdiendo tu mirada en la foto de nuestras vacaciones. Me senté al frente observando cómo te sumabas años en la piel, intenté tomar tu mano derecha pero estabas a nueve metros en una mesa de dos.

Te pusiste el jean que te regalé para tu primer cumpleaños a mi lado, todavía tengo grabada aquella sonrisa de sorpresa cuando llegué con el ramo de flores de colores. Eran al tono con vos, eras tan colorida que dista demasiado del gris que inunda el cuarto. Acompañaste el atuendo con la remera de los Stones, negra como las nubes que se cierran para un ciclón.

Armaste tu bolso sosteniendo con la izquierda, parecías apurada como cuando alguien llega tarde a un vuelo y no encuentra los pasajes. No intenté detenerte, quizás disfruté ver como nuestro, mi mundo, se derrumbaba.

Recuerdo el color exacto de tus ojos cuando te fuiste, eran café pero no del que me regalaste la mañana de la tercer noche que te quedaste a dormir, eran café del que queda aferrado a la taza y esta se olvida dentro de la alacena. Eran café frio como los besos cuando ya está todo dicho.

Cerraste la puerta sin mediar adiós y el viento, desde ese día, empezó a llevarse todos mis recuerdos menos este que esperó paciente quince años, tres meses, dos días y seis horas para morir en este bar donde te cité para borrarte.

Miro el reloj y pido al mozo el tercer café consecutivo. Algo me dice que, después de dos horas, no vas a llegar.