VOZ EN LA CIUDAD #12: LA BAILARINA

Hernán Cuello te sumerge en una nueva y atrapante historia. En esta ocasión: un sepulturero, París y una bailarina.

La bailarina

 

Había una vez un hombre que vivía al lado del cementerio. Juntaba los huesos desparramados por los perros. Acomodaba los ataúdes. Llevaba flores a difuntos olvidados y hasta lloraba en funerales donde la concurrencia era mínima o nula.

Hombre sombrío de tez blanca y jardinero del mil ochocientos. Se tejían miles de historias que lo tenían como protagonista, algunos lo han visto, otros lo conocían como se conocen las leyendas urbanas, por un amigo de un amigo.

El hombre despierta con la luz del alba. Despertar es un mero decir, hace días que el insomnio se duerme por él. No sabe distinguir si han pasado días o años, los otoños son iguales. Se prepara café bien cargado con cinco cucharadas, como le gustaba a ella. Bate y recuerda, recuerda y bate. El movimiento circular es igual a la calesita que gira dentro de su cabeza, al lado de la taza, cerquita del corazón… De esos empates que saben a victoria.
Bruno sorbe su café en pequeños tragos, olor colombiano inunda los ojos y cae una gota justo en el pocillo – Así se pide una lagrima- dice y la sonrisa se le dibuja por mueca.

Viste un jardinero, calza sus borceguíes negros y busca una larga pala de punta que yace junto a la cama. Linda compañía para las noches indómitas.
Bruno se sienta en su catre, lleva las manos a la barbilla y se pierde en recuerdos. La pala se trasforma en una bella bailarina clásica de tez morena y ojos nublados, da volteretas sobre sí misma y danza alrededor de la habitación. De repente se llena de colores y el lugar se trasforma en un teatro de un solo espectador. Ella baila para él y viceversa con sus ojos, obnubilado la ve volar por los aires hasta que un viento norte se la lleva a una nube con forma de algodón. El golpe de la pala contra el piso devuelve a Bruno a la pesada realidad.

Hoy tiene que cavar dos tumbas, dos nuevos cuerpos que serán sepultados, llorados, visitados y olvidados. Orden lógico para un desperdicio, el envase nos deja desolados y el alma espera al lado de la lápida. Es un perro que espera los huesos del asado, sabe que va a comer, no sabe cuándo.
Bruno lustra sus borceguíes con betún enlatado, lo calienta en la hornalla más pequeña de la cocina, así se lo enseñó su padre. En las burbujas negras se pierde y vuela, otra vez, en imaginación. El fuego se trasforma en la bella bailarina, danza sobre gotas negras que salpican el blanco acerado, danza en libertad. Lo abraza con el título de bailarina profesional en la mano. Están en Paris y llueve de forma torrencial, el papel se moja al igual que el beso dado. Es la habilitación para el teatro de la Rue Ketanou, el pase a ser felices (aunque la felicidad tenga más que ver con el beso que con el papel que tiene en la diestra). Bruno despierta al gris de la cocina, el betún hierve y quema la yema de sus helados dedos cuando intenta sacar la lata de la hornalla.

Un cuervo con alas de hollín anuncia el buen día. Bruno responde al saludo con una media sonrisa. Ahuyenta a dos ladrones de lapidas con ruidos estrambóticos. Observa la casa desde el patio, que es casi el cementerio, diciendo – Al gris le falta color- Cierra sus ojos y aparece ella en un fino tutú blanco inmaculado en el debut del teatro Ketanou, una multitud aplaude de pie y los ojos de Bruno se llenan de orgullo. Llueven ramos de rosas sobre el escenario. La bailarina toma una desde el suelo y se la regala. Bruno esa noche bailó con ella, en cada pétalo, en cada ensayo, en cada aplauso, ahí, estaba él…

Vuelve al gris y una pequeña lágrima rueda por la acera de su mejilla y toca el suelo. Será semilla. Crecerá un sueño.
-Dos tumbas – Repite para sí mismo – Tengo que cavar dos tumbas- Limpia la parte afilada de la pala y comienza su trabajo. Tierra, tierra y más tierra, los borceguíes se ensucian, el betún queda debajo del barro.
– Si me viera la bailarina así – Bruno se sonroja como si ella estuviese mirando a metro y medio del nivel del suelo.
Llegan los impecables coches fúnebres a pasos de hombre. Innumerables en fila, las caras de los viajantes denotan tristeza absoluta, la única que sonríe es quien va, acostada, en la caja de cedro.

-Te estaba esperando- Susurra Bruno y pone erguido su cuerpo.
-Acá estoy, ¿llegué tarde?- La voz de la bailarina estaba intacta, como en los recuerdos más hondos de París.
-Preparé nuestras camas para el descanso eterno, ¿te gustan?, las hice con mis propias manos- Bruno, orgulloso, la mira como siempre – Solo te pido un último favor- El hombre de borceguíes negros pone expectativa en la respuesta.
-Dime que quieres- Dice con tonada parisina afectada por cigarrillos mentolados.
– Una vez más, solo necesito eso… ¿Bailarías para mí?-

Por Hernán Cuello.