VOS/Z EN LA CIUDAD #8: CHOCOLATES DELIRANTES

Fiebre, delirio y sobredosis de chocolate. Nueva entrega de la columna literaria de Hernán Cuello.

Chocolates delirantes

 

Cuando era niño, papá trabajaba y estudiaba, llegaba a casa después de cenar cuando el resto de mi familia dormía, yo lo esperaba ansioso por que era nuestro momento, él sacaba su caja de cassettes y me enseñaba música; si cierro los ojos y me parece escucharlo decir que los Fabulosos Cadillacs interpretaban una canción de Los Beatles y los Beatles fueron una gran banda inglesa que se formó en los sesentas. Así nuestras charlas se iban por las ramas musicales y se mezclaban con hechos históricos de tal modo que no puedo separar a Charly Garcia y sus múltiples bandas con la dictadura y la resistencia poética. Me explicaba las letras de canciones mientras comíamos chocolates que el traía en una bolsa. Era su manera de pedir perdón por perderse mis días de clases, actos escolares y todo lo que pasaba mientras el sol me iluminaba. 

Una noche trajo monedas de chocolate, de esas doradas brillantes que hacen de cualquier rostro de cinco años se llene de colores. Recuerdo esa noche como una película vista ayer, comimos tres monedas mientras escuchamos un cassette grabado de “La máquina de hacer pájaros”. Papá se dormía mientras hacia el esfuerzo por escuchar una canción más. Terminó “Como mata el viento norte” y desconectó el centro musical, sacó sus borceguíes y los puso al lado de la tranca que trababa la puerta, guardó las monedas en la heladera y nos fuimos a dormir. Una hora más tarde me desperté y cual ladrón acechante devoré el botín pirata. 

Me despertaron las náuseas, mareos y un sarpullido de mil hormigas en todo el cuerpo. Veía unos pequeños seres del tamaño de la sorpresa del chocolate Jack, saltar sobre mi cama y hacer acrobacias circenses. Intoxicación al hígado. Desde ese día no debería comer nada que afecte el órgano que puede autoregenerarse. 

A los quince años trabajaba en una panadería después de clases – No tienen buena paga pero es un oficio honesto – Sabía decir mi papá. El sueldo serviría para mis gastos y vicios que a esa edad empezaban a asomar. 

Con la primer paga semanal me sentí feliz, fui caminando a casa, con la bici a mi lado, pensando en las cosas que me compraría si empezaba a ahorrar tres de los seis días de trabajo. 

Entré a un kiosco como un bacán a un burdel, lo veo y él me guiña un ojo chocolateamargoaguilaparadiluir, un peso con veinte cada barra – Deme el chocolate completo – digo y pongo siete pesos sobre el mostrador del buen hombre. En las seis cuadras que separaban el kiosco de casa devoré con ansiedad el chocolate. 

A la noche el costado derecho se endurecía y la fiebre empezaba a subir. 

Treinta y siete grados, escalofríos en todo el cuerpo, sensación de malestar y nauseas. 

Treinta y ocho grados, la fiebre sube junto a la transpiración y el frío. 

Treinta y nueve grados, el frío se hace insoportable. Me parece ver a una persona del tamaño de un Piluki, me froto los ojos y desaparecen. Me baño temblando. Busco frazadas. 

Cuarenta grados, las personas comienzan a multiplicarse y empiezan a trepar por el placard, creo que traman algo. 

Cuarenta y un grados, el delirio se hace real, demasiado real. Puedo verlos y tocarlos, tienen forma humana con dientes muy afilados y se duplican como si fueran hermafroditas, no puedo levantarme, algo le están haciendo a mis músculos, ya no sé si es la fiebre o experimentan con mi cuerpo. Agujas filosas en mi talón me hacen llorar, cuando intento levantarme para apretarlos y matarlos me doy cuenta de que no puedo mover ninguna de mis piernas, tengo miedo. 

Si no me hubiesen inmovilizado los mataría de un zarpazo, temo sus agujas pero más temo no saber que me quieren hacer. Se va adormeciendo mi cuerpo y solamente puedo mover los ojos. Intento gritar y mi voz se pone afónica y no encuentro un orden lógico para mis palabras. 

Uno de los pequeños seres escala hasta mi oreja izquierda, puedo sentir como sus micromanos van tocando cada vez más profundo, arde cada milímetro que escala y, como si tuviera una aguja con fuego adentro, se abría paso por mi tímpano. El resto del ejército alentaba a mi huésped y este, ya instalado adentro hacía más fuerza como para adentrarse en el parietal izquierdo. Comienza a darme ordenes simples con una voz chillona y mi cuerpo responde a ellas – Mano derecha, dedo anular – Mi dedo se mueve a placer de mi huésped – Pensá en césped verde – y de manera inmediata las imágenes de un campo oliva se aparecen en fotos. Presentía que las órdenes se iban a poner más complejas.

Se multiplicaban, a tal punto que parecían hormigas que explotó su hormiguero. Mi respiración se entrecortaba y empezaba a faltar. Un aire helado inundaba la habitación. Un pequeño ser, abriéndose paso entre la multitud portaba una especie de escarbadientes en llamas, todos lo adoraban y arrodillaban ante su paso. 

Llega hasta mis labios y los fuerza para abrirlos. Empieza a golpear mis dientes con la clara intención de arrancarlos. 

Un hombre de blanco inyecta en mis venas acetaminofén y la fiebre, junto con la multitud, empiezan a retirarse.

Los seres nunca más volvieron y el doctor me explicó que eso fue producto de mi delirio por fiebre alta. Yo juro que, de vez en cuando, siento una voz chillona dentro de mi costado izquierdo. 

Por Hernán «Ninio» Cuello.