TREINTA DE DICIEMBRE: A 15 AÑOS DE LA TRAGEDIA DE CROMAÑON

Hernán Cuello escribe sobre la tragedia de Cromañon tras cumplirse 15 años.

Treinta de Diciembre

Día previo a fin de año y mi alma se impacientaba desde hace semanas. Te veía en todos los recitales. Enamorándome como siempre, cantando como se debe (con el alma). En esas fiestas las luces no quemaban, iluminaban tu cara con lágrimas de felicidad. La reina de los hombres. Murga de la virgencita. Aguijón de éxtasis adrenalínico directo a las venas.

Yo invisible. Vos inmaculada sobre los hombros de un amigo. Abrías los brazos como queriendo abrazar a ese que desgarra cada cuerda vocal por verte saltar. Olvidar penas. Olvidar desengaños. Olvidar por dos horas la idea existencialista que rige tu vida precaria. Precaria de sueños. Precaria de alegrías. Precaria de sonrisas.

Una sola vez hablé con vos. Amiga de un amigo de un amigo. “los invisibles nos conocemos todos” dijiste y te regalé un pañuelo turquesa brillante que colgaba en mi cuello como ofrenda.

Pasaron seis recitales y el pañuelo nunca se soltaba de tu muñeca. Te quedaba mejor a vos que a mí. Te aferrabas a él. Me mirabas. Soltabas un esguince de garganta y al oído me decías “vamos a armar de nuevo”. Nos besábamos con las miradas. En el éter. No hace falta cuerpos cuando vibran dos almas en la misma frecuencia. No hace falta soñar porque el sueño se cumple cada vez que él sale a cantar. No hace falta ponerte letras porque te las dedico a todas “morir en tu cuerpo en ese tesoro con dueño”. Me acerco. Tanto que puedo oler tu perfume artesanal mezclado con los sahumerios que vendes. Si supieras la cantidad que te he comprado y nunca encendí. No me gustan. Me gustas vos cuando me los vendes.

Me acerco “porque a veces hasta el más idiota merece un poco de calor y si es el tuyo mejor porque el tuyo es el mejor”. No hay poesía más bonita que la que es robada. No hay mejores versos para dedicar que una canción. No hay mejor lugar para declarar amor que un recital.

El alma estaba tendida sobre la mesa. Solo había que cenar.
Treinta de diciembre. La fiesta fue ayer, hoy y mañana. Pero hoy, hoy es el día.
Tomo el colectivo que me deja a diez cuadras. Todo toma su debido color. El aire se pone intenso como esperando lo mejor. Se respiran ansias. El cúmulo de energía a punto de estallar. Banderas con frases. Lugares de los que sólo conocés el nombre.

Te compré veinticinco sahumerios y los guardo en el morral.
-¿Nos vemos adentro?- me decís atándote el pelo.
-Claro- contesto yo sonrojado por tu sutil invitación. Tengo algo que contarte pero con una canción al oído.
Tenía todo pensado. Iba a declarar mi amor a la mujer de mi vida en el recital de la banda que da terremotos a mis sueños con la más hermosa poesía robada que conozco. “Jugando” era la canción.
Veinticinco sahumerios. Una ilusión y entré.
Minutos previos. El corazón se salía por la boca. Varias emociones. Demasiadas emociones para dos horas.
Te veo entrar y me regalás una sonrisa iluminada en ternura, la más hermosa que vio el mundo. Imagen mental imborrable. Menos hoy.
Impaciencia.
“Tres acordes suenan y ya está todo bien” pero no estuvo “todo bien”. Las puertas imbécilmente cerradas. Techo irónicamente ignífugo. Capacidad sobrepasada de personas. Única salida… Una bomba de tiempo sin reloj, con mecha corta y encendida con una bengala.
Corridas. Gritos ahogados. Pánico. Oscuridad. “Sueños que se hundieron allá”.
¿Y vos dónde estás?
Las gotas del techo queman como granizos de lava en la espalda. Arde. Duele. Como duele no encontrarte. Los invisibles se hacen visibles. Apilan de a muchos. Pocos logramos salir.
Bocanada de aire limpio invade mis pulmones.
Curiosos. Bomberos. Policías. Todos menos ella.
Golpeo a un oficial en la cara, respiro hondo y vuelvo a entrar. Cada ingreso incinera la piel. Para cada persona que rescato soy su héroe. Lo que ellos no saben es que yo la busco a ella. En el tercer intento de entrar mis fuerzas están agotadas. Ultima vez.
Ahí lo veo.
Pañuelo turquesa brillante.
Me aferro a él. La vida tira la toalla mientras Lucifer me tenía contra las cuerdas.
Cuatro días después el turquesa brillante se opaca con la noticia de que ya no estás. Te fuiste con ciento noventa y tres invisibles más a terminar aquel recital que nunca comenzó. Que gran guitarreada se habrá armado allá arriba.
A cuantos ofrecerás tus artesanías.
Un pañuelo. Mil canciones. Una cicatriz imborrable.
Prendó un sahumerio.
Y lloro.

Por Hernán Cuello.