LO HAN OLVIDADO – FRANCO GERARDUZZI

Escritores de la ciudad: Franco Gerarduzzi, estudiante de la licenciatura en comunicación social en la UNVM.

Lo han olvidado

Deje que el tiempo pase, como pasan las novelas sobre su escritorio. Deambule sin sentido, abúrrase en las calles encendidas por la oscuridad de la noche. Ingrese a un café en cualquier arrabal de la ciudad: en Vicente López, Altamira o San Justo. Deje que su circular distraído y absorto lo haga depositarse en cualquier bar. Siéntese en alguna de las mesas individuales que dan a la vereda. Pida un cortado, échele un sobre de azúcar, tome la cuchara entre su pulgar e índice —sienta cómo el frío limpio del metal le eriza la carne— y revuelva con lentitud deliberada. Agite la cuchara como si se viera pestañeando en el letargo de una siesta insomne e irritante. Dé unos pequeños sorbos con los ojos cerrados y deje que el café le perfume el labio superior para derretir su garganta encadenada. Tome el diario de ayer o de anteayer o saque uno de los libros de poemas que lleva en su bolso. Pase las páginas y deténgase en una impar. Mírela y piérdase.

Una vez desorientado, pida la cuenta y pregúntele la hora al mozo. Le dirá que son casi las cuatro de la madrugada. Entonces, usted se dará cuenta que es tarde, demasiado tarde, y que su celular ha estado sonando desde hace horas, días, meses, años. Verá las llamadas de su esposa y de su hija y sentirá una culpa amarga como ese café que le empapó los labios de fragancias que tienen un poco de olvido de la prostituta de la semana pasada y otro tanto de desazón de la noche que aún no termina. Será valiente y llamará a su esposa. Le dirá que volverá como lo ha hecho durante todo este tiempo. Volverá, como de costumbre, con la mirada pesada y cenicienta, con la insatisfacción de que todo está en orden: las casas sencillas bajo el crepúsculo inflexible y los edificios intimidantes, las vecinas barriendo las veredas en busca de corazones que no encuentran entre sus sábanas, los jóvenes en la esquina rumiando el robo del siglo, los gatos inmundos en los alféizares y su mujer imperturbable e indiferente esperándolo en el zaguán del hogar con una sonrisa.

Cuando esté llegando a casa, sentirá la presencia de su mujer como siente la carga de su sombra, o como siente la solidez del viento que lo cachetea en las piernas huesudas un amanecer cualquiera de un otoño cualquiera. Ella estará esperándolo. Ahí. Usted la ve. Está a cinco, cuatro, tres pasos. La ve con esa sonrisa que no comprende porque usted se va por períodos prolongados y ella se muestra como la mujer ideal, la señora tipo del “hombre honrado”. Se acerca y ella lo abraza con una ternura que lo estremece mientras le dice con voz pacífica pero perezosa: “¡Volviste! ¡Dónde te habías metido! Descuida, no digas nada”.

Usted quiere contarle todo como nunca antes. Quiere escupirle en la cara las barbaridades más crueles, las obscenidades más agudas. Con lágrimas de impotencia y la sangre en ebullición, pretende decirle que ya no la quiere y desea detallarle las aventuras de sus ausencias. Pero ella, cuando está usted a punto de decirlo, sentencia firme: “No lo digas, guárdatelo”, mientras le acaricia el pecho con suavidad desgarradora. Lo toma de la mano y lo lleva al comedor. Allí hay otro hombre. Él se presenta como Marco, el amigo del laburo. Pero ya no importa. Podrá ser el amigo del laburo, el dueño del almacén o el profesor de física de la universidad. Marco, con una serenidad espantosa va a la cama. Ella le dice: “espérame”. A usted lo besa y le dice: “A pesar de todo te quiero”. Y lo invita a la cama también.

Usted, amigo, experimentará un vacío lleno de temblores en cada poro de su cuerpo que se desvanece. Se preguntará qué pasó con la mujer del “hombre honrado” y no comprenderá. Se interrogará una y otra vez desde cuándo este tal Marco toma mates en su mesa y come sus tostadas con su manteca. No podrá discernir un té de un café de un jugo de naranja. Dudará. Ya no querrá escupirle las barbaridades más crueles ni las obscenidades más agudas. Pero luego querrá volverlo a hacer. Y después no. Comprenderá que la quiere y mucho. Irá a la habitación y los verá haciendo el amor que jamás hizo. Querrá disculparla pero un silencio manso lo acorralará. También querrá salir a la calle y gritarle al mundo que ha sido traicionado pero su garganta se habrá ahogado de gemidos ajenos. Pasará la noche en vela. Su hija aparecerá en el comedor y vacilará cuando la vea. Ella le dirá: “Señor, ¿quiere algo para tomar?”. Amigo, a usted le han robado todo: su familia.