ESCRITORES DE LA CIUDAD – GABBO BELIZAN

Conocé a Gabriel a través de su texto "La hora de los finales".

¿Qué fue lo que te llevó a escribir?

Mucho tienen que ver las personas que, cuando no me sentía seguro, me incentivaron un toque y las que me dieron un lugar y un ambiente que funciono y funciona como estimulo para lo que escribo, que es el taller literario Letras Ilustradas. Pero querer hacerlo y querer aprender a hacerlo es lo que me ha llevado, de manera constante, a leer y escribir, porque el momento en el que me encuentro mas cómodo para formar y concluir ideas, relieves, personajes, diálogos, etcétera; es escribiendo.

¿Cómo definirías tu estilo en esta faceta?

Aunque me gusta mucho la fantasía, no sé si podría encasillarme en un estilo, porque como estoy aprendiendo convivo con los aciertos y desaciertos y a esa experimentación la encuentro muy rica, muy satisfactoria. De repente en la cabeza te armas un mundo que lo ves tremendo y el intentar llevarlo a renglones es una práctica linda, independientemente del resultado que obtengas. Creo que ubicarme yo en un estilo me cerraría a otra posibilidad, así que ponele que soy un «arquero volante» por ahora.

¿Cuál es tu fuente de inspiración? ¿Sobre qué te gusta escribir?

Me interesan mucho los objetos y las vivencias comunes que tenemos todos, llevadas a entornos o situaciones que generen conflictos sin explicaciones lógicas, historias inverosímiles que le dan mucho margen a la imaginación. Un poco el objetivo es que el lector de verdad se ponga en ese marco, lo sienta, se tensione o se ría con lo que va pasando, digamos que se imagine una realidad en la que eso sea posible. Por ahora, es algo que vengo frecuentando al escribir.

 

La hora de los finales

¿Qué pasa por tu cabeza justo ahora? Por tu cabeza llena de espuma de deseos, cabeza reina del cuerpo que alimenta el brillo de mil ojos, cabeza que se postra como punta de lanza o elemento que hace juego con tu cuerpo. Puede ser que te pasen sumas y restas para calcular cuántos billetes tienen que llevar cada uno de los que viajan con vos, que total el alojamiento no cuenta; o capaz tenés una bola de palabras que le querías decir al mecánico que te rayó el auto, pero no te sale nada de lo que pensaste y terminás pagando: así llevas tu vida. Tu vida ajena a todas las otras vidas que se amontonan en las veredas. Vidas y viditas con pies, manos y sobre todo cabezas. ¿Qué pasa por tu cabeza justo ahora? Por la mía no pasa otra cosa que la historia que voy a contar.

El día que Horacio se quemó con el agua de los mates, se notificaron varios cortes de luz en la zona oeste de la ciudad que dejaron a los habitantes de aquel sector en un estado de llanto incontenible. Horacio, al sentirse mal por estos sucesos, entendió que estaba vivo y se dispuso a comenzar la mañana. Los damnificados, una vez comprendida la situación, fueron arrebatados por un estado de angustia enorme y no pararon de llorar.
Primero fueron pequeños arroyos surcando las veredas, a continuación los cordones luchaban sus orillas contra la masa de agua salada, luego las bocas de tormenta colapsaron, los bulevares se vieron tapados y los canteros apenas asomaban su existencia sobre el horizonte lagrimal (para esas horas, sin iluminación). Pero todo empeoró una vez llegado el amanecer; porque a medida que las puertas se abrían para recibir la luz del sol, tremendas cantidades de lágrimas, lloradas en la ya menguada noche, fueron inundando una a una cada esquina de la ciudad hasta dejar la zona oeste convertida en una enorme pileta de llantos y mocos. Como todo evento inesperado, lo sucedido causó un revuelo de quejas y reclamos para con las autoridades gubernamentales y Horacio, vocero del palacio municipal, aseguró en una entrevista concedida al programa de noticias matutino (al cual ninguno de los perjudicados podía acceder), que se estaba haciendo lo posible para contener el llanto de los habitantes del sector oeste de la ciudad y en especial el de aquellas personas quebrantadas por no poder ver televisión. El intendente, al reconocer este acto como inteligente y sensible, lo palmeó en la espalda señalando que había hecho un gran trabajo. Por lo que Horacio sintió este gesto como un indicio de estar vivo.
Era de esperarse que los analistas de mercados hicieran cuadros, balances y hasta llamadores de ángeles con las miles de encuestas sin sentido. Los resultados dieron a conocer que los anteojos de sol gigantes se volvían a poner de moda, también aseguraron que las ventas de gotas y vendas para los ojos se habían multiplicado abismalmente y que esto podría desembocar en un aumento del precio. Lo cierto es que los pañuelos descartables y algodones ya eran insuficientes en las góndolas. La tristeza hacía escalas en todos los umbrales occidentales, raspaba despacito el marco de cada ventana, resbalaba sobre las baldosas o estuques que sirvieran de piso, rompía los burletes protectores del frío y se internaba en cada espacio o persona que con ella se topara. Ante tal situación trágica y cuando el llanto daba un respiro, las señoras optaban por leer revistas de chimentos, los adolescentes hablaban personalmente, los niños elegían pintar con crayones y los hombres mayores de treinta, por asistir a los partidos de fútbol, básquet y hasta ajedrez.

Un sábado, que bien podría haber sido un lunes, los delegados de la industria pañuelera se vieron desbordados por la imprevisible e increíble demanda, por lo que abandonaron la ciudad dejando torrentadas de llanto y moco, sin recipientes dónde dormir. El intendente tuvo que dejar de esconderse en las declaraciones de Horacio y convocó a una reunión de urgencia. Se resolvió desagotar todo lo llorado al río que bordeaba el parque, posteriormente restaurarían los servicios eléctricos y por último (para evitar nuevos lloriqueos) aseguraron conceder repeticiones de todo lo televisado en las semanas pasada para los damnificados. Todos contentos, excepto los vendedores de lanchas. Horacio, feliz por lo conseguido, se supo un hombre vivo.

Una semana después, cuando el intendente salió a dar una explicación que careciera de lógica pero justificara las demoras en el accionar, Horacio se sintió conmovido por los eventos desafortunados que el jefe comunal tuvo que camuflar y una vez más se convenció a sí mismo de estar lleno de vida.
Hubo un invierno en el que Natalie, vecina de alguna familia de apellido Virsa o Beltrán, frecuentó su casa y sobre todo su espalda. Fue la causante de cierto movimiento en los pómulos y cejas de Horacio, la arquitecta de las preocupaciones constantes y las citas de café. Juntos patalearon el frío con caricias sincronizadas, masticaron la costumbre de verse de costado y se desparramaron mil veces en el colchón blandiendo coreografías de manos y besos. Por lo que él siguió con su postura de saberse un hombre vivo un tiempo más.

Cinco años –o meses- después de la gran inundación Horacio, que ya había olvidado por completo los roces de Natalie, decidió entregarle su obra literaria a un amigo, el inventado o parcialmente real Ernest Marlock, para que éste la revisara y le diera su opinión (se rumoreaba que era un escritor talentoso porque así lo decían sus ojos). Mientras tanto, Horacio se ocupó de reparar sus cuadernos, pintar el jardín y sacudir las maletas. Porque todos sabían que desde el viaje de su infancia nunca había abierto el equipaje que trajo consigo. Existían leyendas a cerca de esto, algunos aseguraban que dentro de aquella masa cuadrada descansaba la chispa que Victor Frankenstein utilizó en su monstruosa creación, otros creían que la mismísima dentadura de Chet Baker estaba guardada allí e inclusive llegaron a golpearle la puerta -con antorchas y toda la historia- exigiendo ver el cuerpo del perdido Masetti(obviamente alegando que lo guardaba en aquel cubo con cierres). La verdad era que Horacio sintió que era innecesario abrir y limpiar aquello que siempre estuvo vacío, pero menuda sorpresa se llevó al desenganchar los seguros de la maleta y comprobar algo que ni su propia sombra se imaginó alguna vez.

Marlock observo de punta a punta el paquete que le fue entregado por su amigo, lo registro bajo una luz roja, azul, violeta; lo expuso al oscuro aliento del sol sabor a zanahoria y nunca dio con una mísera oración. Decidió llevar aquello que le fue puesto en confianza a su propio dueño para que éste constatara el equívoco. Más eso era lo que esperaba el supervisor del supuesto trabajo literario, ya que de no tratarse de un error simple, las consecuencias serían abismales.

Fue un Jueves, que llovía a cantaros en Uruguay pero nada en la ciudad de estos señores, el dia que Marlock irrumpió en la pena enorme que le pesaba a la mente del dueño de casa, para comunicarle lo que él supo interpretar como su sentencia final. Horacio Manuel Tornal, era un fiambre, un borrado, un enfriado, la clásica representación de pura tierra: estaba muerto, ¡MUERTO! Papeles en blanco y viento sin sol en la maleta fue el resultado de su autopsia. La mañana siguiente se harían los trámites para declararse un no viviente e ir a dormir la siesta eterna. Esa noche ninguno de los dos habló de vacaciones o martes a la deriva, ni de esquinas y vinos baratos, ni bolsas de humo y almohadas sin dormir. Esa noche fueron café y cigarrillos consumidos, historias de Ana (la creadora o el amor de Marlock) y Natalie, lamento de metales en canciones olvidadas y montón de días grises. Se contaron las veces que arañaron la pared en el brote de la gripe de bufandas, las mentiras que coleccionaban en los bolsillos, las cicatrices de manos quemadas y las victorias en el juego de las bolitas. Esa noche no hicieron más que pasar el tiempo en espera del amanecer angustioso, porque sabían que después del alba Horacio se iria esfumando entre papeleríos y firmas lloronas. Sabían que Horacio se había estado creyendo un vivo tanto tiempo equivocadamente, que quizás había muerto en algún accidente de aviones, en alguna riña de barrio o como Ana, en un colchón por olvidarse de vivir. Entonces, mejor nos miramos los pies y esperamos el día, pensaban entre trago y humo. Se la pasaron imaginando las caras de todos cuando se enteraran de lo acontecido, la masiva modificación de las agendas periodísticas, el brote de suicidas amantes del difunto, las estatuas que quizás levantarían en su honor. Y “Pobrecito, Horacio” seguro dirán las vecinas consternadas por la reciente noticia, a su madre le lloverán llamadas expresando dolor por tremenda pérdida, la vereda se vestirá de miradas curiosas, de esas que miran por mirar y después hablan a puros chorros. Su funeral seguro convocará una enorme fila de apenados y él estará sentado en el coche fúnebre con una cara de irse desvaneciendo, apreciando como el aire se le escapa de a poco, de a gotas. Sintiendo como la sombra se la va a ir emancipando. Y “Pobre su amigo que ha tenido que constatar esta muerte”, dirán los oficiales de tránsito que organizarán el funeral; y allá al fondo de la fila, Marlock vendrá caminando con un cigarrillo en la boca y mirada puro café. Pensando que quizás él tampoco es real y no es más que unas letras y Horacio se ha muerto, viejo. Horacio no va a volver así que mejor me apuro y lo saludo por última vez. Entonces la ciudad se empezará a humedecer de a poco, porque las lluvias que vivían en Uruguay se acercarán a saludar al difunto. Y entre lluvias y llantos las calles se empezarán a llenar de agua, mocos y sal. La gente seguirá caminando, diciendo en su cabeza que si se muere Horacio nos morimos todos porque no somos más que un poco de él y su sombra, por lo que se dejaran empapar primero las pisadas y después los tobillos, un cachito antes de las rodillas y Horacio casi se desvanecerá cuando quizás comprenda que la tristeza ya no habita en él, porque será un hombre muerto y nunca más podrá llorar. En eso estarán pasando el palacio municipal cuando el intendente, impresionado por tal convocatoria, romperá en llanto de puros litros y los mismos vecinos aumentaran sus segregaciones de lágrimas y saliva y todos llorarán, lluvias uruguayas, las maletas con viento, papeles en blanco y Horacio que se murió. De a poco se irán dando cuenta que no pueden respirar entre lo inundada que ha quedado la ciudad, entonces desearan no haber querido tanto a Horacio y su sonrisa de calmantes que ya no está. Y entre el llanto y los recuerdos, se irán quedando sin aire – en un ahogamiento paulatino – todos los que asistieron al funeral, Natalie que extrañaba tanto a Horacio que nunca se lo dijo, los reporteros, los delegados de las industrias de pañuelos o metales o lo que carajo estaban produciendo, la maestra de la infancia y Marlock que ni comprendía lo que era morir pero fumaba y moria mientras pensaba qué bien habría resultado escribir esta historia en lo blanco de los papeles de Horacio, che.

Gabbo