A MEDIA PÁGINA #7: INTERVENCIÓN ELEFANTAL

La naturaleza responde ante el avance del hombre. Por Hernán Cuello y Santiago Ruartes.

Intervención elefantal 

La ¿ciudad?, el ¿pueblo?, se mantenía regia con los últimos años. Podíamos transitar la ciudad de forma tranquila, hacer las compras sin ningún tipo de problema, salir a pasear o hacer reuniones entre amigos, lo que conocíamos por calles, bulevares estaba tomado por la biodiversidad.

La carga pesada era la que más destacaba, los elefantes tomaban terreno en poco tiempo, y devoraban manzanas de árboles, algún que otro arbusto que viera apetitoso, pero aun así todo mantenía su equilibrio, nadie hacía gran escándalo por tener un elefante en el patio, o por tener que dejar momentáneamente de lavar los platos para intercambiar una mirada con alguno. Teníamos canales con grandes caudales de agua, servían como una gran “ducha” gigante donde se conglomeraban todo el tiempo.

En un momento de nuestras vidas nos dieron un alivió que nadie creyó hasta que lo vio. Empezaron a intervenir en nuestros rituales de despedida, de algún modo conseguían que nadie más se moviera, tomaban al fallecido y se lo llevaban. Dos elefantes tomaban el cuerpo, lo ponían sobre el lomo de otro y se iban. No sabíamos a donde se lo llevaban o porqué lo hacían, pero causó un impacto positivo en todos.

Comenzaba siempre durante la noche, ya que el resto del día todo seguía su curso natural, vivíamos de acuerdo a las generaciones pasadas, de acuerdo a lo que discutíamos esto es y significó uno de los cambios más increíbles en nuestra cultura.

La parte buena es que ya no habían más atascos de transito por que no podíamos usar autos, los elefantes los confundían con enemigos y, con fuertes topetazos, los tumbaban como si fueran pequeñas moscas así que decidimos utilizar bicicletas, era más fácil esquivar los posibles embates de los paquidermos. 

Algunas personas intentaron domarlos pero las fieras eran terribles cuando se enojaban, un animal dócil que, en segundos, puede volverse un ser desconocido, los ojos se le transformaban en más pequeños y su mirada perdía el horizonte, agachaban la cabeza y no había forma de pararlos. Arrasaban con pastizales y árboles frutales hasta que conocieron las bondades que escondíamos en los supermercados y kioscos del barrio, cambiaron poco a poco su dieta por gaseosas y snacks baratos. 

Las cocacolas los perturbaban muchísimo, brotaba espuma por sus bocas y se comportaban erráticos y tambaleantes como quien se droga por primera vez. Los elefantes, poco a poco, dominaban nuestro territorio. 

Por las noches abandonaban la pequeña ciudad, entonces aprovechábamos la madrugada para tratar de abastecernos de víveres, agua potable y demás enseres necesarios. Fue entonces que el consejo de gente mayor tuvo la maldita idea de querer eliminarlos. Dardos tranquilizantes sugirió uno, armas de gran calibre aportó otro, granadas de mano propuso un tercero. La voz de mando, después de un gran debate, propuso asaltar la armería mayor, él sabía que en el sótano del local estaban las armas capaces de matar animales pesados, si las balas podían atravesar la dura piel de un rinoceronte macho fácil podía con uno o varios elefantes. 

Armamos un escuadrón de asalto, la última ciudad que quedaba en pie iba a ser nuestro bastión de resistencia, creíamos que el hombre dominaba siempre a la naturaleza. 

Dispuestos a reñir nuestro territorio comenzamos la guerra, los primeros balazos fueron certeros, los demás elefantes miraban a sus muertos como quien observa algo sin importancia, ese comportamiento nos desconcertó, creíamos que nos iban a atacar o a enfurecerse, quedamos estupefactos frente a ese insignificante acto. Ese día matamos a más de trescientos ejemplares, el reguero de sangre era tal que algunos de nuestros combatientes vomitaban del asco. Cansados volvimos al bunker. 

Cerca de las cuatro de la mañana sentimos unas embestidas en la pared lateral, cuando salimos nos asombramos de verlos. Los trescientos, bañados en sangre, arremetían contra la pared que lograron tumbar, los balazos de nuestros patriotas abatían a las fieras que volvían a levantarse con la misma parsimonia que a la mañana veían morir a los suyos. La estampida nos rompió con su paso, no hubo fusil que los detuviera. 

Una veintena de hombres pudimos escapar y escondernos en el subsuelo de la armería. 

 

Día dieciocho, la comida escasea, algunos piensan en recurrir al canibalismo.

 

Por: Hernán Cuello y Santiago Ruartes.